Infames, imberbes, ruines, pérfidos, ignorantes, innobles, desalmados, inmorales, groseros, viles, irrespetuosos, indómitos, desgraciados, barbaros, ladrones, malvados, salvajes, abyectos, ladinos, ignominiosos, bribones, canallas, perversos, ladinos, despreciables, rufianes, truhanes, granujas…
Así me canso de nombrarlos, de recordarlos en mi memoria y en mi boca. Así los describo, los creo, los formo, dándoles adjetivos les hago presa de mi boca y conciencia, los nombro al verlos, les pienso desdichados, les veo indiferentes, indignos, insoportables…
Así les grito pero nada entienden ¡Nada! y me desgarro la garganta y las ideas pensándolos, haciéndolos, viviéndolos para tenerlos dentro, para saber qué pasa, a qué se debe su existencia, su lucha, su rabia vuelta marcha, vuelta robo, su existencia vuelta calvario, su persona convertida en muerte.
Su ditirambo a la ignorancia es un absurdo.
Un absurdo que yo lo vuelvo letra.
Ellos, sordos a los gritos no entienden lo que hacen, no saben lo que su acción hace, lo que su boca dice, no saben; que se les perdone pues no saben, que se les celebre en todos los estadios de la ignominia; que los “buenos” de todos los bandos los alaben, que se celebre a los “grandes” ya adjetivados, ya nombrados.
Gritemos todos sus nombres. A todos los hombres. Y continuemos con el gran teatro donde el rico y el mendigo son parte de la misma mierda.
Aplaudamos fuerte, gritemos sus nombres a todos los hombres, tarareamos sus victorias, pues todos tiene cabida en el largo, angustioso y cómodo camino a la perdición.
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