jueves, septiembre 18, 2008

... Pensando Oaxaca... [primera parte]

La verde Antequera se tiñe de negro y rojo. Rojo como la angustia de la sangre robada de sus hijos. Negro como el futuro que ya nos envuelve. Siniestra mezcla de angustia y desesperanza. Lamentable escenario que nos obliga, nos obligamos, a pensar y re-pensar qué es lo que pasa. Cómo está la cosa.

¿Es acaso que la inmoral violencia moderna por fin nos ha alcanzado? Mi otrora pueblo provinciano es ahora una libertina ciudad llena de déspotas enanos y de cobardes hombres de buena voluntad. Ya sea por el pecado del silencio o por el pecado de la acción perversa, mi ciudad se hunde bajo los negros augurios de un futuro que nada ofrece.

La ciudad de mi padre de nacimiento, de mi madre por adopción trocó en una insulsa ciudad fronteriza. En una infame orgía de pasiones desnaturalizadas. En una vorágine grotesca donde todos tenemos un papel.

Mi ciudad es ahora la ciudad donde se encuentran lo que era y lo que ahora es. Donde una nueva e irreverente violencia sacude los cimientos antiguos de una sociedad cegada por su autocomplacencia.

"Los otrora hermanos se enfrentan en pírricas batallas por lo que se piensa es lo mejor para todos. Para unos. Para nadie."

Pero mi pensamiento se pierde. Divago entre teorías revolucionarias y simple violencia, entre una venganza sumamente justa y un hambre desmedida de los siempre hambrientos de poder [hambrientos desde su nacimiento en el que nada se les dio]. Y sigo perdido y quisiera saber en qué fallamos. Cómo mis hermanos se convirtieron en mis verdugos. Cómo de un pueblo de saludos matutinos nos convertimos en la pesadilla de Hobbes.

Recuerdo su castigo hacia mí, hacia lo que yo represento y hacia lo que yo soy. Lo recuerdo porque es ahora, y fue ayer. Lo recuerdo por que no lo olvido, porque lo tengo presente. Siempre. Su violencia. Su injuria sobre mi ciudad y sus hombres. Nos castigan. Son nuestros verdugos.

Pero olvido que yo mismo fui un verdugo en el silencio de la comodidad. Olvido que muchos de ellos fueron olvidados por mi, que todos se me borraron de la memoria, que yo los borre porque nada eran. Ahora quisiera que su furia desenfrenada se olvidara de mí y de los míos. ¡¡Olvídense de mi sangre!! Eso les grito.

Pero mi grito se ahoga en las tinieblas de mi conciencia. ¡¡Olvídenme!! Pero ahora es cuando ellos más me recuerdan. Soy el culpable de su pobreza, de la injusticia que tanto los cegó, de su ignorancia que tan cara nos sale ahora. Soy culpable. Porque ellos en sus pueblos nada tenían, porque ellos en su pobreza nada podían tener sólo el miedo de no saber que comer mañana. Soy culpable porque nada hice por ellos. Yo.

Siendo educado y consiente nada hice por los que pagaron mi comida y mi educación, por ellos que con su explotación pagaron mi calle pavimentada e iluminada, nada hice por ellos y ellos me dieron hasta lo que no tenían. Soy culpable y acepto el castigo. ¿Lo acepto?

No lo acepto, pido que me olviden, que no me recuerden, que no toquen lo mío. A mí. Que no me toquen. Pero lo harán. Lo hacen. Y sufro como ellos lo han hecho desde tiempos inmemoriales. Sufrieron y yo como sociedad los olvide. Yo como los hombres de la Verde Antequera los olvidé. Y ahora quiero que ellos me olviden. Porque es justa su querella.

Porque nuestras leyes nada les hicieron, ahora ellos nada hacen de las leyes ¡¡Nuestras leyes!! Pero ellas en nada pueden obligarlos, si nunca se les aplicaron. Cómo ahora.Y nosotros menos podemos exigir, con qué cara les exigimos paz, cuando nunca se las dimos. No puede haber paz cuando hay hambre. Con qué cara les pedimos respeto cuando siempre se lo negamos.

Ellos no perdonan. Menos nosotros.

Pero eso sólo es una idea. Quizá no sean los siempre sometidos. Quizá ellos sigan sometidos y ahora los imploro para que mi conciencia no se sienta tan mal. Para no tener que obligarme a hacerles justicia yo, pues ellos ya se la hacen. Pero ¿si ellos no son? ¿Si mis lamentos son infundados? ¿Si aún tengo que hacer justicia por ellos? Mi carga es mayor.

Y si ellos siguen sometidos y si nada hacen. Entonces ¿quiénes son?

jueves, septiembre 11, 2008

¿POR MIS PISTOLAS?


Algunos comentarios suscitados respecto a la propuesta de la pistolización ciudadana en México


Prácticamente después de Corea del sur, donde existe una sanción de pena de muerte a quien se sorprenda portando o utilizando un arma de fuego, México posee una de las más estrictas leyes “anti-pistolización” del mundo.

Tal como se sabe, está establecido por la constitución de 1917, en su artículo 10 (ahora modificado), el derecho a civiles a portar armas siempre que, por un lado estén registradas y que, por el otro, no sean de uso exclusivo federal; es decir, que no sean utilizadas por la policía o el ejercito. Por otro lado, cabe mencionar que dicha ley contempla la tenencia de armas de fuego con el fin exclusivo de proteger a los hogares “mexicanos”, de tal modo que se considera ilegal y susceptible de una penalización su uso y porte fuera del domicilio.

Sin embargo, el reciente caso del secuestro a Fernando Martí (hijo de un importante empresario mexicano) en agosto del 2008, aunado al creciente número de asaltos a transeúntes y secuestros, ha caldeado los ánimos en ciertos medios de comunicación masiva y buena parte de la opinión popular respecto al espíritu de dicha ley; el razonamiento es esencialmente simple:

- La violencia contra los individuos se da mayoritariamente en las calles, no en las casas, pues en ellas es posible utilizar las armas que, por derecho constitucional, tenemos capacidad de portar.

- Las autoridades, así como los elementos policíacos se han visto rebasados en sus capacidades, tanto de respuesta, como de cobertura.

- Por lo tanto, es razonable sugerir que la portabilidad de las armas debería extenderse más allá del hogar. Así incrementaríamos nuestra sensación de seguridad frente a posibles altercados violentos.

Lo anterior sigue el razonamiento de que, en tanto que el asaltante desconoce si su posible víctima lleva consigo un arma; de modo que, siendo ese el caso, su propia vida correría peligro, pues el asaltado estaría, de algún modo, capacitado para defenderse. De aquí se infiere que los asaltos y secuestros podrían disminuir ya que, al menos un porcentaje de los perpetradores, consideraría la posibilidad de perder su vida en el acto delictivo mismo.

Sin embargo, la idea dista de ser genial, incluso, más bien se acerca a su contrario, ya que, si se piensa con cautela, la idea de pistolizar a la población para hacer un frente común contra el hampa, posee más elementos negativos que positivos (aun cuando los negativos son francamente brutales). Así pues, consideremos lo siguiente:

Asumiendo que la pistolización mexicana se diera a través de exámenes psicológicos serios e incorruptibles (lo que representa la primera dificultad, si tomamos en cuenta que no hemos conseguido eso ni para la expedición de licencias para conducir un auto), lo que hacemos, a parte de proveer a la ciudadanía de un elemento radical de defensa personal, es convertir a un ciudadano, víctima potencial de un delito frente a un hampa desenfrenada (como es el caso de México), en asesinos potenciales, es decir, posibles delincuentes indirectos; y ello no en tanto el espíritu o ánimo del asesinato, sino en tanto la acción legal (quitar la vida a otro ser humano).

Por otro lado, nos enfrentaríamos al complicado, largo y penoso procedimiento de que, en caso de que alguien quite la vida a otra persona defendiendo la propia, efectivamente pueda demostrar que se defendía y que no atacaba a otro con dolo; lo cual, podría hacer que alguien que defendía su vida, termine sus días en la cárcel tras haber terminado con la vida de otra persona.

Finalmente, cabe señalar que dicha propuesta no parece tomar en cuenta el costo, en términos de conciencia humana de terminar con la vida de otra persona. Pongámoslo en términos simples:

Consideremos por un momento el hecho de que una situación social donde la posibilidad de que nuestra integridad personal se vea afectada, es latente, produce paranoia colectiva (véase el caso EU y su relación de paranoia colectiva con el fenómeno del terrorismo); bien podríamos pensar un caso hipotético en el que, si yo miro a un individuo acercarse a mi o a mi auto con un ánimo misterioso y presumiblemente peligroso, tanto así que sintiera mi vida en riesgo, estaría, si bien no el licitud jurídica (pues no es justificable la defensa personal aun), sí en capacidad de desenfundar el arma que traigo conmigo y dispararle, aun cuando la persona que se me acercaba tuviera intenciones completamente distintas a la de atentar contra mi vida (pedirme limosna, preguntarme una dirección, etc.). Sin embargo, a partir de dicha tragedia, tendría que lidiar el resto de mi vida con el hecho de que maté a una persona, por lo que, moral y penalmente no sería distinto a un asesino imprudencial.

Lo anterior sugiere que el pistolizar a la ciudadanía, lejos de disminuir a los asesinos potenciales (un porcentaje pequeño de la población), lo aumentaría al grueso de la población total, pues no olvidemos que, tal como la bocina del auto no sólo se usa para alertar (tal es su función ideal), también se usa comúnmente para insultar, para quejarse, para “molestar”; así mismo, las armas se pueden usar en situaciones francamente lejanas a las ideales. La diferencia, en todo caso, es que una bocina de carro difícilmente matará a una persona.

Así y tras lo anterior, me parece razonable, así como aceptable, afirmar que la idea de pistolizar a la ciudadanía es especialmente mala por su poco reparo en las consecuencias además de su susceptibilidad de ser fácilmente reducida al absurdo. Sin embargo, tanto el hacerlo como el no hacerlo, parecen no resolver el problema en cuestión; a saber, el del hampa sin castigo.

En ese sentido, me parece prudente subrayar que, uno de los principales supuestos de un estado moderno, es que éste se encuentra conformado por individuos que han aceptado, en un pacto o contrato social, una compleja relación de derechos y obligaciones de, entre los cuales y como uno de los principales, se encuentra el derecho a la seguridad o, lo que significa, la obligación del estado (estructura fundamental compuesta por instituciones reguladoras) de procurar seguridades básicas a sus elementos que le componen; de modo que, ante el flagrante incumplimiento de alguna de dichas obligaciones primarias del estado, el sujeto estará en completa libertad de romper el lazo contractual que le une a éste.


¿Qué significa lo anterior?

En palabras más simples, significa que los individuos estamos en libertad de incumplir con nuestras obligaciones como ciudadanos si el estado no cubre nuestras garantías mínimas de supervivencia. Ello comprende la suspensión en el pago de impuestos, de servicios, en la destitución popular o desconocimiento de mandatarios; así como algunas otras medidas que puedan surgir; ya que, en tanto que nos encontramos en una situación donde la relación individuo-estado es básicamente contractual, nuestra posición es similar a la de un cliente frente a un proveedor de bienes y servicios (si el servicio es deficiente, podemos demandar o, eventualmente, disolver el contrato).

Cabe mencionar, sin embargo, que esta no es necesariamente una medida obligada en el caso de incumplimiento gubernamental o policiaco, en lo que respecta a la regulación o control de una situación de impunidad frente al crimen, así pues, simplemente se plantea la idea y se abre la posibilidad (ya que mucha gente la desconoce) de enfrentar en forma no violenta y si razonable, un problema que resulta y aparece común en su padecimiento diario; a saber, el de la temible inseguridad.


Roberto Vivero

jueves, septiembre 04, 2008

...La Sangre Corre...

La muerte no sólo llega al final de nuestros días. La muerte se vive, constantemente, fuertemente en cada suspiro que damos. Así morimos todos los días, cada hora, cada minuto. Son muertes anímicas, emocionales que nos permiten resucitar como mejores personas, más fuertes, más sabios.

Pero hay momentos en los cuales la muerte nos sorprende, no mata de miedo, nos mata de angustia, el terror. Esa muerte nada bueno produce, sólo terror. Es esa muerte que nos asusta, esa que si nos mata y que lo que resucita somos nosotros más muertos que ayer. Miedosos caminamos después, vivimos muertos de todo.

Así es ahora. Así quieren que sea ahora ¿quiénes? no lo sé, pero así es ahora. La muerte nos rodea, se mete a nuestras casas por los gritos desgarradores de la televisión, por las injurias de la radio, por los escritos malditos de Internet. Nos rodea esa muerte estéril. Tenemos miedo de nuestros hermanos, miedo de la ley, de los buenos hombres y de las buenas ideas.

Nos agolpamos como bestias queriendo escapar de nosotros mismos, el demonio está con nosotros, somos nosotros. Todos culpables y todos verdugos. Somos asustados, atemorizados por el gran Leviatán, o sus enemigos o nosotros. El miedo viene de todos lados, todos lo sienten, lo viven en muerte. El miedo es muerte.

Quisiera que la angustia se fuera y con ella la maldad que la provoca. Pero sé que no se irá. Le damos vida a ese miedo hijo de la muerte. A ese temor de saber que somos nosotros los que le dimos vida a lo que ahora nos mata. El miedo de saber que somos padres de eso que ahora nos devora desde dentro.

La muerte estéril. Ella es la que nos mata todos los días, la que no permite que renazcamos  sino que muramos más.

Muerte y terror es lo que escucho en todos lados, todos la repiten como un cántico tenebroso, los profetas y los charlatanes, los herreros y los artistas, todos la repiten una y otra vez. Se enmudecen de cambio y evolución, de esperanza y paz.

Las espadas y los puñales se levantan al aire, las  armas están listas. Todos segados por el discurso del miedo dispuestos están a morir por una quimera, por una ilusión. Y las ratas huyen del barco y se refugian los cobardes. La masacre continua y los parlanchines la comunican como la Gran Noticia. El pueblo se desangra y el leviatán mueve sus piezas.

Que caiga la sangre. Que justos paguen por pecadores. Que la justicia se haga presente y que la venganza tome a nuestra otrora noble nación. Que los templos del Estado se derrumben y que el pueblo se regocije en el miedo y en la lujuria de la sangre. Que Caín y Abel se arranquen los ojos y que la ceguera nos guíe hacia un mejor futuro.

La muerte siempre es con nosotros. Esa muerte que se festeja  y que se recuerda. La muerte siempre supone nueva vida, porque el ocaso de un hombre siempre supone el amanecer de uno nuevo. Pero no estamos en esa muerte natural. Nos encontramos en las garras de esa muerte obscena y concupiscente que nos arrastra al ocaso de nuestra humanidad. Que nos arrastra a la muerte eterna y sin gloria. El ocaso que significa la "muerte estéril" es el ocaso eterno de nuestra nación.

   "y cansados marchamos entonando el réquiem de nuestro pueblo."